El invierno está un poco desacreditado. Hay un rumor falso
de que la felicidad es sinónimo de una playa soleada. Yo, por ejemplo, en estos
días descubrí la serenidad en la blancura del invierno. En esas capas de hielo
que quitan los suspiros de cualquier aventurero.
Le di crédito al invierno porque conocí la belleza de un
árbol sin hojas y de un lago sólido. Estoy convencida de que es en esta
estación del año donde duerme la paz y todas esas cosas abstractas que nos dan
esperanza. En el invierno siembras lo que disfrutas en el verano.
El invierno se pregunta constantemente si él es el malo de
la historia. Le causa tristeza cuando se entera que todos esperan al verano
todo el año. “¿Por qué los niños sonríen más en el mar derretido?”, cuestiona. El invierno no es tristeza ni nostalgia; es
filosofía.
Ayer fui a una playa sin olas y escuché el soliloquio del
invierno:
-¿Qué tiene de malo ser frío? ¿Qué tiene de malo poner las
mejillas rosadas de algunos rostros sin expresión? ¿Qué tiene de malo poner
nieve en las carreteras? ¿Qué tiene de malo frenar un poco el ritmo acelerado
que últimamente consume el mundo?
Es muy fácil escuchar al invierno porque habla lento y
siempre hay silencio cuando él está. Es
también fácil escucharse a una misma. A veces nuestra voz se funde en el calor
del verano; se cae en el otoño, pero en el invierno se congela y perdura más.
Gracias al invierno me escuché y me hizo recordar, en cada paso, que soy, como
todos, una inmensidad diminuta.
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